Llevaba cuatro días en Cusco y estaba concluyendo mi viaje luego de 2 semanas de vacaciones recorriendo Perú. Eran los primeros días de febrero de este año, en pleno invierno boliviano. Producto del mal tiempo y del desastre que ocasionaron las crecidas de los ríos, no pudimos llegar a “Machu-Pichu”. Pero de todos modos, hicimos todos los circuitos turísticos que estaban disponibles: museos, tour por ruinas arqueológicas, iglesias coloniales, fiestas costumbristas, restoranes típicos, eventos culturales, hasta los escasos supermercados que existían en la ciudad. Aprovechamos al máximo nuestra estadía en Cusco. Aunque al llegar, nos había decepcionado un poco. En gran parte por la pobreza y peligrosidad que abundan en sus barrios periféricos, junto con el repelente olor a “orines” de sus calles y el color barro de las casas.
Mi avión a Lima partía a las 12:00 Hrs., y debía salir del Hotel antes de las 10 de la mañana del quinto día. Me levanté como pude a causa del estado deplorable en que había amanecido, por culpa de la fiesta de despedida que me hicieron mis amigos la noche anterior en un Pub del Barrio de San Blass, ya que ellos seguían su viaje rumbo a Bolivia. Me sentía morir. “Nunca más me pongo a tomar en altura”, me dije. Agarré mi mochila, mis cosas y un buen taxista me llevó casi en condición de bulto rumbo al aeropuerto.
Amanecer en Cusco-Perú.
El día como nunca había amanecido caluroso, bien soleado, con un cielo azul resplandeciente. Me alegró el hecho de pensar que estaría de vuelta en Chile, disfrutando de las comodidades de mi hogar, alejado de las calamidades que había dejado el invierno boliviano en Perú. Realicé los trámites pertinentes y revisé mi pasaje en la sala de espera. Una vez ahí, me llamó la atención la cantidad de latinos que abordaban los vuelos de “Lan”. Yo había comprando un pasaje en “Taca”, ya que algunos gringos lo recomendaban por ser más baratos. En la sala de espera se contrastaban las cabezas claras con mi cabeza negra, entendiendo que tendría un viaje de una hora sin un sólo diálogo en castellano.
Una vez arriba del avión, me doy cuenta que mi asiento queda al lado del pasillo. A mi costado, dos señoras enormes, medias alternativas (una de cabello fucsia y la otra rapada), hablaban alemán y se acariciaban mutuamente. Opté por mirar en la ventana del frente para saber si habíamos despegado o todavía permanecíamos en tierra (dado mi estado etílico). Me percato que lo único lindo en aquel aparato eran las azafatas, ya que todo parecía viejo y parchado. Reconozco que me preocupó un poco, mientras en mis oídos escuchaba un zumbido de conversaciones en diversos idiomas, menos en español.
Pedí dos vasos con té de manzanilla a la azafata, lo que también ordenaron las personas que estaban detrás mío (pero no había mucha manzanilla). Con mucha sed me tomé las infusiones al instante y me dispuse a dormir para componer fuerzas. En eso estaba, dejando pasar las risitas de romance de mis dos acompañantes de la izquierda, cuando siento una sensación extraña, como si mi estómago de repente pasara a estar arriba de mi cabeza en forma brusca. Fue en cosa de segundos. Me vi tambaleando en el asiento, y los maleteros del avión comenzaban a sacudirse bruscamente. Desde su interior caían bolsones, paquetes y periódicos sobre mí. La gente gritaba despavorida, las azafatas gateaban en el pasillo, y mis acompañantes trataban de agarrarse de los espaldares de los asientos delanteros. No iban más allá de 100 pasajeros, pero la gritería y la desesperación parecían haberlos multiplicado. Yo no sabía al principio si lo que estaba ocurriendo era cierto o lo estaba soñando. El piloto hablaba por el parlante en español con mucha calma, pidiendo que nadie se levantara de sus asientos, que se pusieran sus cinturones y que se mantuvieran tranquilos. En mi desesperación, busco con la mirada alguna salida de emergencia para escapar, pero recapacito que me encontraba en las alturas dentro de un avión. Miro por la ventana y veo un manto verde bajo nosotros. Pensé de todo. Me acordé de la serie Lost. Revisaba mi vida desde los acontecimientos más importantes en imágenes de segundos, en las cosas que aún no había hecho. Me acordaba de mi madre y del dolor que le causaría enterarse que su hijo se moría desaparecido en la selva peruana, lejos de su país. Nunca antes había sentido tanto miedo. Es esa sensación extraña de saber que en 5 segundos te apagabas y no existes más. Mi estómago, mi corazón, mi cabeza eran un solo órgano al ritmo de los latidos. Trataba de contenerme, aguantando mis ganas de salir arrancando: “¡Esto no está ocurriendo!”. De repente el avión da otro salto y caen las mascarillas de oxígeno, que por el movimiento eran imposible de colocárselas. Me inclino bajo el asiento buscando el paracaídas para ponérmelo en caso de algo, pero entre los cabezazos sólo tomaba los pies y las piernas de personas que estaban tiradas en el piso. Me sostengo en el respaldo del asiento delantero, cuando una mano se agarra fuertemente de mi brazo. Era la azafata que se encontraba sentada, con un rostro de terror y toda despeinada. Supe en ese momento, con su mirada, que eso sería lo último.
Habían pasado varios minutos, unos 10 quizás, y aún no ocurría el impacto; mientras la sensación de miedo se acrecentaba cada vez más con la falta de oxígeno. El ambiente era una ráfaga de aire frío, que erizaba la piel y comenzaba a tullirme. Me recliné hacia atrás y sigo con mis pensamientos en destellos, analizando las cosas que había vivido; en la gente que yo quería, en los temas pendientes que nunca solucioné, las metas que nunca cumplí, las palabras que nunca dije, todo con mucha tristeza, pues en ese momento pensaba, que era el fin de todo para mí. Me acuerdo de Dios en ese instante, todo en cosa de segundos. Mientras me aferré firmemente a mi asiento, con un rostro de calma dispuesto a elevar alguna súplica por mi vida, unos pasajeros me miraban con incredibilidad. Cerré mis ojos y comencé en mi mente con una oración, la que creí sería la última de mi vida.
Estoy en eso cuando de repente todo el avión se inclina hacia la cola. Los bolsones y personas tiradas en el pasillo se arrastran hacia atrás. Los gritos no cesaban y el piloto seguía hablando cosas por el parlante que hasta estas alturas poco recuerdo. Sostenía los asientos con mis manos, pensando que se podrían despegar de tan brusco que parecían los remezones.
Vuelvo a mirar por la ventana y me doy cuenta que íbamos ganando altura. Ahora sólo se veían nubes grises. Aún así, nadie podía levantarse. De repente pasó el frío y sonó una leve alarma, que hizo levantar a las azafatas que rápidamente comenzaron a atender a los pasajeros, algunos quemados con los vasos de café calientes que no alcanzaron a servirse. Ordenaban los bolsones, cerraban los maleteros y entre tanto se acomodaban el pelo. El avión seguía tambaleándose, mientras me daba cuenta que iba sentado justo al frente de los motores del avión. Adelante se escuchaban mujeres o jóvenes que vomitaban y decían “Oh my God” entre sollozos. Las azafatas ya no parecían lindas ni arregladas, más bien contrariadas y estropeadas.
Cuando se da permiso para ir al baño, se levantan un número no menor de chicas hacia la parte trasera del avión. La primera que entró, luego no quería salir. Comenzó una pelea psicológica por tratar de sacarla. Todos estábamos sudados, pero helados. Enfrentábamos el miedo de diversas formas, mientras yo seguía con mis oraciones internas. De repente el piloto anuncia que después de 1 hora 20 minutos, llegábamos al aeropuerto de Lima. La noticia nos alivió a todos. El día estaba soleado en El Callao y parecía todo tan normal. Aterrizamos expectantes, como cuando la selección de fútbol está a punto de ganar un partido.
Una vez detenido el avión, nos ordenan en español quedarnos en nuestros asientos por algunos minutos, que fue casi media hora. Salimos caminando apresuradamente por la manga. Parecía que los pasajeros del avión nos conocíamos de hace mucho tiempo. Con miradas de complicidad nos dirigimos como un solo grupo hacia el sector de las maletas, pálidos con caras de enfermos. Entre tanto, un grupo de azafatas de otra aerolínea nos miraba por una pared de vidrio, como contemplándonos con compasión, quizás como sobrevivientes. Los maleteros habían quedado desordenados, lo que obligó a esperar otra media hora más a la entrega de nuestros equipajes, mientras sentados en el piso nos afirmábamos unos con otros. Yo iba solo en aquel viaje, deseaba con ganas poder abrazar y contarle todo a alguien conocido. Quería desahogarme y pensé rápidamente en llamar a mi mamá para sacar lo más pronto posible la angustia vivida.
Fui uno de los primeros que reconoció su equipaje. Salí por el pasillo al exterior, donde mucha gente permanecía atenta esperando a sus cercanos. Ansiaba que tan sólo alguien de ellos también me estuviera esperando. Me dirigí casi tambaleando hacia la zona de los teléfonos y llamo a mi casa para hablar con mi madre, que de seguro a esa hora me contestaría. Apenas me oye, comienza un rezo interminable: “¡Por fin hablo contigo cabro...! Vente luego, mira que en las noticias dicen que en Perú está la escoba con las lluvias. Dijeron que desapareció un pueblo entero…!!” y así siguió su largo rezo sin parar. Lo único que atiné a decirle, que esa misma noche estaba en casa con Ella, que me esperara con una sopa, y que la amaba mucho. Nunca me había dado tanta alegría escuchar los retos y la voz cariñosa de mi madre. Opté por no contarle nada para no preocuparla más. Mientras corto el teléfono se escucha un aviso en todo el aeropuerto: “Se les informa a todos los señores pasajeros, que los vuelos con destino Lima-Cusco y desde Cusco a Lima, serán retrasados en todas las aerolíneas hasta nuevo aviso, por las actuales condiciones de mal tiempo en la zona”.