viernes, 17 de diciembre de 2010

Aquí Cae Mi Pueblo.


 Aquí cae mi pueblo.
 A esta olla podrida de la fosa común.
 Aquí es salitre el rostro de mi pueblo.
 Aquí es carbón el pelo de las mujeres de mi pueblo,
 que tenían cien hijos, y que nunca abortaban como las meretrices
 de los salones refinados en que se compra la belleza.
 Aquí duermen los ángeles de las mujeres que parían todos los años.
 Aquí late el corazón de mis hermanos.
 Mi madre duerme aquí, besada por mi padre.
 Aquí duerme el origen de nuestra dignidad: lo real, lo concreto, la libertad
 y la justicia.

Autor: Gonzalo Rojas Pizarro.
Poeta Chileno.
Premio Cervantes 2003.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Susto En Las Alturas.

Llevaba cuatro días en Cusco y estaba concluyendo mi viaje luego de 2 semanas de vacaciones recorriendo Perú. Eran los primeros días de febrero de este año, en pleno invierno boliviano. Producto del mal tiempo y del desastre que ocasionaron las crecidas de los ríos, no pudimos llegar a “Machu-Pichu”. Pero de todos modos, hicimos todos los circuitos turísticos que estaban disponibles: museos, tour por ruinas arqueológicas, iglesias coloniales, fiestas costumbristas, restoranes típicos, eventos culturales, hasta los escasos supermercados que existían en la ciudad. Aprovechamos al máximo nuestra estadía en Cusco. Aunque al llegar, nos había decepcionado un poco. En gran parte por la pobreza y peligrosidad que abundan en sus barrios periféricos, junto con el repelente olor a “orines” de sus calles y el color barro de las casas.

Mi avión a Lima partía a las 12:00 Hrs., y debía salir del Hotel antes de las 10 de la mañana del quinto día. Me levanté como pude a causa del estado deplorable en que había amanecido, por culpa de la fiesta de despedida que me hicieron mis amigos la noche anterior en un Pub del Barrio de San Blass, ya que ellos seguían su viaje rumbo a Bolivia. Me sentía morir. “Nunca más me pongo a tomar en altura”, me dije. Agarré mi mochila, mis cosas y un buen taxista me llevó casi en condición de bulto rumbo al aeropuerto.

                                                                                               Amanecer en Cusco-Perú.

El día como nunca había amanecido caluroso, bien soleado, con un cielo azul resplandeciente. Me alegró el hecho de pensar que estaría de vuelta en Chile, disfrutando de las comodidades de mi hogar, alejado de las calamidades que había dejado el invierno boliviano en Perú. Realicé los trámites pertinentes y revisé mi pasaje en la sala de espera. Una vez ahí, me llamó la atención la cantidad de latinos que abordaban los vuelos de “Lan”. Yo había comprando un pasaje en “Taca”, ya que algunos gringos lo recomendaban por ser más baratos. En la sala de espera se contrastaban las cabezas claras con mi cabeza negra, entendiendo que tendría un viaje de una hora sin un sólo diálogo en castellano.

Una vez arriba del avión, me doy cuenta que mi asiento queda al lado del pasillo. A mi costado, dos señoras enormes, medias alternativas (una de cabello fucsia y la otra rapada), hablaban alemán y se acariciaban mutuamente. Opté por mirar en la ventana del frente para saber si habíamos despegado o todavía permanecíamos en tierra (dado mi estado etílico).  Me percato que lo único lindo en aquel aparato eran las azafatas, ya que todo parecía viejo y parchado. Reconozco que me preocupó un poco, mientras en mis oídos escuchaba un zumbido de conversaciones en diversos idiomas, menos en español.

Pedí dos vasos con té de manzanilla a la azafata, lo que también ordenaron las personas que estaban detrás mío (pero no había mucha manzanilla). Con mucha sed me tomé las infusiones al instante y me dispuse a dormir para componer fuerzas. En eso estaba, dejando pasar las risitas de romance de mis dos acompañantes de la izquierda, cuando siento una sensación extraña, como si mi estómago de repente pasara a estar arriba de mi cabeza en forma brusca. Fue en cosa de segundos. Me vi tambaleando en el asiento, y los maleteros del avión comenzaban a sacudirse bruscamente. Desde su interior caían bolsones, paquetes y periódicos sobre mí. La gente gritaba despavorida, las azafatas gateaban en el pasillo, y mis acompañantes trataban de agarrarse de los espaldares de los asientos delanteros. No iban más allá de 100 pasajeros, pero la gritería y la desesperación parecían haberlos multiplicado. Yo no sabía al principio si lo que estaba ocurriendo era cierto o lo estaba soñando. El piloto hablaba por el parlante en español con mucha calma, pidiendo que nadie se levantara de sus asientos, que se pusieran sus cinturones y que se mantuvieran tranquilos. En mi desesperación, busco con la mirada alguna salida de emergencia para escapar, pero recapacito que me encontraba en las alturas dentro de un avión. Miro por la ventana y veo un manto verde bajo nosotros. Pensé de todo. Me acordé de la serie Lost. Revisaba mi vida desde los acontecimientos más importantes en imágenes de segundos, en las cosas que aún no había hecho. Me acordaba de mi madre y del dolor que le causaría enterarse que su hijo se moría desaparecido en la selva peruana, lejos de su país. Nunca antes había sentido tanto miedo. Es esa sensación extraña de saber que en 5 segundos te apagabas y no existes más. Mi estómago, mi corazón, mi cabeza eran un solo órgano al ritmo de los latidos. Trataba de contenerme, aguantando mis ganas de salir arrancando: “¡Esto no está ocurriendo!”. De repente el avión da otro salto y caen las mascarillas de oxígeno, que por el movimiento eran imposible de colocárselas. Me inclino bajo el asiento buscando el paracaídas para ponérmelo en caso de algo, pero entre los cabezazos sólo tomaba los pies y las piernas de personas que estaban tiradas en el piso. Me sostengo en el respaldo del asiento delantero, cuando una mano se agarra fuertemente de mi brazo. Era la azafata que se encontraba sentada, con un rostro de terror y toda despeinada. Supe en ese momento, con su mirada, que eso sería lo último.


Habían pasado varios minutos, unos 10 quizás, y aún no ocurría el impacto; mientras la sensación de miedo se acrecentaba cada vez más con la falta de oxígeno. El ambiente era una ráfaga de aire frío, que erizaba la piel y comenzaba a tullirme. Me recliné hacia atrás y sigo con mis pensamientos en destellos, analizando las cosas que había vivido; en la gente que yo quería, en los temas pendientes que nunca solucioné, las metas que nunca cumplí, las palabras que nunca dije, todo con mucha tristeza, pues en ese momento pensaba, que era el fin de todo para mí. Me acuerdo de Dios en ese instante, todo en cosa de segundos. Mientras me aferré firmemente a mi asiento, con un rostro de calma dispuesto a elevar alguna súplica por mi vida, unos pasajeros me miraban con incredibilidad. Cerré mis ojos y comencé en mi mente con una oración, la que creí sería la última de mi vida.

Estoy en eso cuando de repente todo el avión se inclina hacia la cola. Los bolsones y personas tiradas en el pasillo se arrastran hacia atrás. Los gritos no cesaban y el piloto seguía hablando cosas por el parlante que hasta estas alturas poco recuerdo. Sostenía los asientos con mis manos, pensando que se podrían despegar de tan brusco que parecían los remezones.

Vuelvo a mirar por la ventana y me doy cuenta que íbamos ganando altura. Ahora sólo se veían nubes grises. Aún así, nadie podía levantarse. De repente pasó el frío y sonó una leve alarma, que hizo levantar a las azafatas que rápidamente comenzaron a atender a los pasajeros, algunos quemados con los vasos de café calientes que no alcanzaron a servirse. Ordenaban los bolsones, cerraban los maleteros y entre tanto se acomodaban el pelo. El avión seguía tambaleándose, mientras me daba cuenta que iba sentado justo al frente de los motores del avión. Adelante se escuchaban mujeres o jóvenes que vomitaban y decían “Oh my God” entre sollozos. Las azafatas ya no parecían lindas ni arregladas, más bien contrariadas y estropeadas. 


Cuando se da permiso para ir al baño, se levantan un número no menor de chicas hacia la parte trasera del avión. La primera que entró, luego no quería salir. Comenzó una pelea psicológica por tratar de sacarla. Todos estábamos sudados, pero helados. Enfrentábamos el miedo de diversas formas, mientras yo seguía con mis oraciones internas. De repente el piloto anuncia que después de 1 hora 20 minutos, llegábamos al aeropuerto de Lima. La noticia nos alivió a todos. El día estaba soleado en El Callao y parecía todo tan normal. Aterrizamos expectantes, como cuando la selección de fútbol está a punto de ganar un partido.

Una vez detenido el avión, nos ordenan en español quedarnos en nuestros asientos por algunos minutos, que fue casi media hora. Salimos caminando apresuradamente por la manga. Parecía que los pasajeros del avión nos conocíamos de hace mucho tiempo. Con miradas de complicidad nos dirigimos como un solo grupo hacia el sector de las maletas, pálidos con caras de enfermos. Entre tanto, un grupo de azafatas de otra aerolínea nos miraba por una pared de vidrio, como contemplándonos con compasión, quizás como sobrevivientes. Los maleteros habían quedado desordenados, lo que obligó a esperar otra media hora más a la entrega de nuestros equipajes, mientras sentados en el piso nos afirmábamos unos con otros. Yo iba solo en aquel viaje, deseaba con ganas poder abrazar y contarle todo a alguien conocido. Quería desahogarme y pensé rápidamente en llamar a mi mamá para sacar lo más pronto posible la angustia vivida.

Fui uno de los primeros que reconoció su equipaje. Salí por el pasillo al exterior, donde mucha gente permanecía atenta esperando a sus cercanos. Ansiaba que tan sólo alguien de ellos también me estuviera esperando. Me dirigí casi tambaleando hacia la zona de los teléfonos y llamo a mi casa para hablar con mi madre, que de seguro a esa hora me contestaría. Apenas me oye, comienza un rezo interminable: “¡Por fin hablo contigo cabro...! Vente luego, mira que en las noticias dicen que en Perú está la escoba con las lluvias. Dijeron que desapareció un pueblo entero…!!” y así siguió su largo rezo sin parar. Lo único que atiné a decirle, que esa misma noche estaba en casa con Ella, que me esperara con una sopa, y que la amaba mucho. Nunca me había dado tanta alegría escuchar los retos y la voz cariñosa de mi madre. Opté por no contarle nada para no preocuparla más. Mientras corto el teléfono se escucha un aviso en todo el aeropuerto: “Se les informa a todos los señores pasajeros, que los vuelos con destino Lima-Cusco y desde Cusco a Lima, serán retrasados en todas las aerolíneas hasta nuevo aviso, por las actuales condiciones de mal tiempo en la zona”.

martes, 7 de diciembre de 2010

La Abuela Juana.

Pablo se sentó resignado en el comedor de su casa, con el cuaderno bajo un brazo y con el lápiz en la boca. No había podido terminar su tarea, ya que encontraba difícil transcribir alguna leyenda originaria del sector rural en donde vive actualmente.

El estudia en la ciudad de Cañete, en el único colegio particular que existe, donde siempre se ha destacado por ser el primero de su clase, fruto de la constante preocupación de su madre, quien trabaja como Profesora Parvularia en el “Jardín Infantil Intercultural” de la antigua reducción indígena de Pangue. Ella muy exigente, vigila muy atenta todos los días de la semana las horas de estudios de sus dos hijos, mientras ordena sus materiales de trabajo en el comedor. Ese día Pablo no dudó en recurrir a su ayuda, mostrándole su cuaderno con una actitud de frustración. Sin poder obtener alguna solución inmediata, considero oportuno esperar a su padre al regreso del trabajo para consultarle. Sabe que “su viejo” nunca ha sido un gran aporte académico, pero lo alienta bastante entre bromas y risas sobre las tareas que aparecen en los libros. Mientras espera, juega en internet y revisa su Facebook.

Después de una hora de discusión, todos proponen dirigirse donde la Abuela Juana, quien con sus años de experiencia podría conocer más del algún mito en el sector. Todos se suben al auto familiar, con una grabadora digital, una libreta de notas y un paquete con frutas variadas de la temporada, rumbo a la casa de la Ñaña Juana. Pablo se sentía feliz, sospechaba que su tarea lo llevaría a disfrutar de otra agradable noche de visita familiar.

Al llegar, la abuela Juana los recibió muy sonriente (como de costumbre), mostrando sus escazas piezas dentales y a pie descalzo. Les ofreció mote recién preparado, una “copita” de chicha de manzana para los adultos, y tortillas al rescoldo con miel. El papá de Pablo le explicó el motivo de la visita a su madre, y ella asintió dispuesta a ayudar dentro de lo que entendía. Llevaba 40 años viviendo en el sector y no atinaba a recordar alguna leyenda connotada, pues la vida según ella, había transcurrido muy tranquila por esos lados.

Ya sentados en la mesa, con todos los alimentos ofrecidos, entre bancas, sillas y el humo asfixiante de la gran cocina al medio de la rústica habitación, comenzó su relato:
_ ¿Lo hablo primero en “chedungum” o castellano?_ pregunto temerosa a su nuera.
_ Como Usted quiera Ñaña Juana_ le respondieron todos.
_ Ya, en “chedungum” primero_ comentó.




El idioma no era extraño para Pablo, pero aún no lograba dominarlo completamente. La forma de expresión de su abuela, con la mirada casi nublada por los 76 años de edad, cada palabra emergida de su boca parecía dar a entender a los receptores lo que explicaba. Su hijo menor, el padre de Pablo, agachó la cabeza mirando hacia el mantel sosteniendo la grabadora, pues entendía lo que su madre relataba en su idioma nativo. Nadie interrumpió.

Ella optó por terminar con una carcajada, esas que siempre destacaron los que la visitaron y compartieron con ella en su mesa, para luego seguir con el relato en idioma castellano o “huincadungum”:

Vivía Yo en lo Pangue, al final abajo, de las vegas con nalcas, entre pura arena y mar también. Antes mataban a gente mapuches si iban a vivir a lomas, los gringos-patrón. Mi mamá murió cuando yo tenía 3 años. Me tocó ayudar a criar a mi hermano menor de 1 año. Me pusieron una manta de lana de oveja, a los dos años supe de una manta fíjate tú Pablito, y yo cosía la manta cada vez que se me hacía tira, hasta cuando ya me quedó chica. Mi Padre… era hombre borracho, muy malo, no traía comida para su Ruka. Puro tomar con vino. Mi hermano mayor tenía 11 años, se aburrió porque mi padre lo correteaba y se fue a Curanilahue a trabajar en la' minas-carbón. Nos terminó de criar una tía, hermana de mi madre, a mí y a mi hermano... lo menor. Pasé mucho frio Yo, cuando niña pasé mucho frío. Si, mucho frío pasé yo…ay si supieran, y mucha hambre. Yo no quería a mi padre por que nos hacía mucho sufrir. Él tomaba y nos retaba mucho, y yo corría como niña chica. Lloraba solita como niña entre las quilas del bajo. Lo's 12 años por primera vez pusieron zapatos. Eran de plástico esos zapatos, me pusieron un chamal que había sido de mi madre (según mi tía me había conta'o). Crecí yo entre pata-pelá y barro. Pero tía me sacó de Ruka de padre y llevó pa’ Pitracuicui a trabajar donde una patrona a lavar lana. Ahí tenía 13 años y conocí el trigo. Era tan lindo el trigo me acuerdo. Después trabajé con los telares y los vendía la patrona en el pueblo, pero no pagaba porque vivíamos en Ruka dentro de su campo. En lo campo de la patrona vivíamos, Yo y una prima, hija de mi tía, que nos crió. Era buena la patrona, pe’ patrón echaba los perros si veía nosotros de noche, andando. Patrona cuidaba mucho y mi padre le iba a cobrar plata o si no me sacaba de ahí. A lo’ 14 años fui pa’l pueblo. Conocí yo también mi esposo, mapuche él. Esposo mío pagó 4 corderos al patrón y un saco de trigo cuando casó conmigo. Yo era flaquita, pe’ alta y servía pa’ cargar sacos de lana y ñocha pa'l pueblo. Mi tía se enojó con patrona y sacó su hija y pegó con huasca. Pe’ yo me fui. Yo tenía 16 años cuando me fui, me casé, y mi padre murió. Con vino murió mi padre, mismo año que me casé. Mi esposo era mayor que Yo, tenía mucha tierra y una yunta de bueyes. Me quiso mucho. Era buen hombre, de trabajo, buen hombre era tu abuelo Pablito. De ahí me fui pa’ Lencanboldo y cosechábamos papas, criábamos ovejas y yo hacía telar y ñocha. Tu abuelo, hombre muy sabio. A lo’ 22 años fui mamá, ahí parí a tu tío José. No podía tener guaguas –pichiqueches- porque era muy flaca cuando me casé, y enfermiza, tu abuelo me cuidó siempre. Nos vinimos pa’ acá, y esposo vendía animales y le fue muy bien… muy bien le fue, tu abuelo muy sabio, murió tu abuelo aquí. Yo era más feliz…gracias a Dios. Ya, pe’, esa es mi historia, no sé que más contar. Una cosa te digo Pablito, nunca hay que dejar de trabajar. Yo sufrí mucho, lloraba mucho, quería morirme, mucho susto pasé yo a tu edad, pe’ aquí sigo Yo, vivita…gracias a Dios.

Rumbo a su casa, Pablo notaba un leve cansancio en el rostro de sus Padres, y había pensado en no agobiarlos comentándoles que la historia de su abuela no era exactamente lo que su profesora le había encomendado en la tarea de investigación. Estaba taciturno, meditaba en cada detalle de la narración. Sacaba cuentas en su mente mientras miraba las estrellas de la noche y las casas iluminadas del camino, de aquellos años atrás que había tenido que vivir su Ñaña Juana, en el mismo sector donde él junto a su familia residen. Por lo que había visto y vivido a sus 12 años de edad, no concebía una vida tan llena de desgracias para las personas mapuches en la Provincia. El siendo un niño mapuche y orgulloso de serlo, no había sufrido jamás discrimininación alguna, posiblemente a sus cualidades académicas. No sabía de terratenientes, de patrones, de asesinatos estilo casería en contra de los “peñis” (hermanos mapuches). Contaba con el buen ejemplo de su padre, a quién jamás lo había visto alcoholizado. No se atrevía a imaginar una vida sin los caminos asfaltados, sin la luz eléctrica, las grandes casas calefaccionadas con cocinas económicas a leña, sin el televisor y el computador. Había encontrado la respuesta de porque su Ñaña Juanita, la que tanto quería, no sabía leer y acostumbraba siempre a vestirse de “chamal”, descalza, siempre alegre y muy solidaria. Junto a un suspiro indómito, propio de su raza, dejó escapar un pensamiento en voz alta que arrancó una sonrisa de satisfacción en el rostro de su madre: ¿Tanto ha cambiado la vida en el campo?.




Se arriesgó a transcribir la historia de su abuela. Trabajó toda la noche en el computador y la grabadora, y entre medio agregó algunos párrafos en “chedungumcon su respectiva traducción entre paréntesis, por si su maestra tenía dudas. Resultó una composición algo extensa, cuyo título fue: “La Historia de una Hermosa Niña Mapuche de Pangue”. Como era de esperar siempre en él, su trabajo lo hizo merecedor de un 7,0.

Lo Leí Por Ahí...

"No saber mostrarse bueno con los malos, es una prueba segura de que uno no es del todo bueno. La confianza en la bondad ajena, es testimonio no menor de la propia bondad".