domingo, 8 de agosto de 2010

La Tierra No Deja De Moverse.

La madrugada del 5 de agosto fue otro día para no olvidar. A eso de las 2 AM, un fuerte sismo se sintió con ruido, como el paso de un tropel de muchos caballos que sacudió las casas, volteando cercos, cortando la conexión eléctrica y provocando nuevamente la destrucción de utensilios domésticos. No fue de esperar ninguna alarma, todo el pueblo despertó rumbo a sus vehículos, linternas, agua, pan, leche, medicamentos, documentos, frazadas, celulares, y con una tensa calma comenzó la rápida evacuación hacia el sector de Santa Rosa, cercano a 10 kilómetros de la ciudad a una altura de 80 metros sobre el nivel del mar, en donde se podía estar a salvo.

Fue una situación muy similar a la vivida la madrugada del 27 de febrero de este año, cuando ocurrió el "terremoto-tsunami" de 8,5° Richter que paralizó a todo el país. Un sentimiento de rabia e impotencia me turbaban la vista mientras buscaba mis utensilios de escape, pensando en alguna explicación burda a lo que estaba pasando. Me levanto en pijamas, no siento el frío de la noche y abajo en la escalera mi madre con sus ojos brillantes y asustados me grita: _ Martín está solo con tu hermana_ refiriéndose a mi sobrino quien vivía en el lado norte de la ciudad, al frente de la playa grande. En cosa de segundos, veo a mí otra hermana en la puerta principal de la casa tomando las llaves de su auto, saliendo al rescate del Martín junto con mi madre, antes que el taco de los autos las detenga en el camino.

Todos los vecinos en las calles, desconcertados mirando en silencio hacia el mar, tratando de escuchar algún sonido similar al de los grifos abiertos, por si el mar venía de camino, mientras estacionaba mi auto en dirección de huida. Las réplicas del sismo no tardaron en llegar. Entre la oscuridad de la noche se confundían perros corriendo despavoridos con niños y jóvenes hacia los cerros. Los vehículos tratando dentro de lo posible mantener el orden del tránsito. Los que podían, cargaban a las personas más desvalidas hasta no tener mas cabida en sus camionetas o camiones.

Mientras trataba vanamente de buscar información por alguna emisora dentro de mi auto, miro por mi calle y me conmuevo al ver a mi altivo Padre con las llaves de su casa en una mano y en la otra con una frazada, esperando alguna señal mía para arrancar. Bajo de mi auto y regreso por mi celular que había quedado dentro, y me sorprende otro temblor ruidoso al interior de la casa. Sólo pensaba en mis hermanas y mi madre, esperando que hubieran podido alcanzar el propósito. Mi Padre y mi otro hermano emprendieron el rumbo mientras yo permanecía vigilando y esperando alguna comunicación, o por si volvían las mujeres de mi familia para dirigirnos juntos a la zona de seguridad. Dentro de toda esa espera, ya había ocurrido tres replicas de igual magnitud.

A diferencia de la vez pasada, nunca había visto a mujeres jóvenes corriendo con sus bebes en los brazos, con sus esposos cubriéndoles las espaldas del frío con una frazada. Y ancianos con muletas caminando entre los autos, enfrentando el miedo y la neblina helada de la noche.

Me dispuse a ayudar a los vecinos a cuadrar sus autos, a dar señales de salida, que entre todo el nerviosismo parecían perdidos en sueño. Ya sin pensarlo más, y confiando en la seguridad y temeridad de las mujeres de mi familia, subí a mi auto a una joven madre con su bebe, a una señora con un pesado bolso cargado de víveres y a un anciano con su nieto, rumbo a la salida de Lebu a las alturas de Santa Fé.

Todo el mundo parecía terminar en esa ciudad. Las radios que sintonizaban no daban señales de ninguna catástrofe, mientras las réplicas sacudían los autos estacionados a orillas de la carretera. Las señales de teléfonos todas cortadas hasta las dos horas de sucedido el gran sismo, que hasta el otro día supimos que había sido de magnitud 6,1 Richter.

La indignación del pueblo fue tal, que hasta la fecha no acepta dicho registro, pues los que vivimos el susto esa noche, aseguramos que fue un movimiento mayor a   7, 1° Richter. El epicentro en tanto se registró a 20 kilómetros hacia el mar, al frente de la ventana de mi cuarto, y que aparecería en las noticias de portales noticiosos como un fenómeno anormal, puesto que en Concepción no tuvo mayor relevancia por lo suave del movimiento, y por lo tanto no era tema de preocupación para las autoridades.

Me devolví con una caravana de autos, buses y camiones rumbo a mi Lebu querido, con la esperanza de reencontrarme con mi familia y así fue. Ya en casa, conversamos todos juntos sobre lo sucedido hasta el amanecer, alumbrados por una vela en la cocina con un tazón de Té caliente, con las mochilas y llaves a disposición en caso de otra urgencia.

Al día siguiente nadie acudió a sus Colegios ni lugares de trabajo. El Alcalde decretó alerta amarilla y todos los habitantes de la ciudad trataron de reestablecerse del susto escuchándose unos con otros sobre lo sucedido. La sensación que inundó a los lebulenses de toda esta desagradable experiencia, es el costo que tiene el vivir en una Provincia marginada. Seguimos siendo el patio trasero de la Octava Región, a pesar de haber sido la cuna de la nacionalidad chilena en la historia de este país. Si esto hubiera ocurrido en Concepción o Temuco, quizás hubiera tenido más trascendencia por parte de la opinión pública y las autoridades. Sin embargo, hasta la fecha, no hemos visto mayor preocupación. Siguen los temblores y la Provincia de Arauco concentra la gran mayoría de los epicentros. De todo esto una cosa es cierta: Hay que ser bien valiente para vivir en Lebu.