Parecía un personaje minúsculo en medio de la dicharachera de tanta gente. Era el día del cumpleaños de Cony cuando lo conocí. Compartimos carcajadas con los asistentes, y fuera de llamarme la atención nuestro evidente parecido físico (comentado frecuentemente por la cumpleañera, quien tenía una fijación especial por él), no intercambiamos ningún otro diálogo. Fue en el transcurso de un mes después de aquel evento, cuando Caro la hermana de Cony me pidió ayudar a un amigo para encontrar trabajo. Lo contacté para presentarse como garzón en el Casino de Concepción. Desde esa vez nos hicimos amigos.
Siempre pasaba como mi hermano menor frente a los demás conocidos, dado el parecido físico y la forma similar de fijar la mirada hacia la nada, como contemplando las palabras que se escapan de las conversaciones.
Me entristeció su vida. A sus 25 años parecía abandonado por su familia, arrendando piezas, visitando familiares y amigos de la ciudad para ahorrar en almuerzos; o comiendo de lo que quedaba en los festines en los cuáles trabajaba, para después de toda esa vorágine asistir a sus clases en la Universidad. Era el segundo hijo de una familia de cuatro personas, compuesta por tres hermanos, todos con distintos apellidos paternos, distinta estatura y color de pelo. Su madre muy trabajadora, siempre soltera, una mujer joven y atractiva, tenía la personalidad estoica de las Supervisoras de Multitiendas y una voz dictatorial a la hora de solicitar orden. Y aunque no demostrada mayor afecto a sus hijos más que breves palabras de cariño, Alejandro resultaba ser sus propios ojos.
Estudiaba la cuarta carrera universitaria, cursando recién el primer año de su segunda ingeniería. Se sacaba la mugre noche por media y los fines de semana, atendiendo mesas en eventos y matrimonios varios, para costear sus propios gastos personales, con tal de no seguir agobiando más a su “viejita” con los recursos necesarios de estudio.
Se apegó a mí en un par de meses como “perrito kiltro”, y yo a él como si fuera el hermano chico que nunca tuve. Fueron tiempos de largas conversaciones, de risas, noches bohemias y también de nostalgias. Cada vez que vivía momentos distintos a los cotidianos de sus días, bajaba la mirada húmeda, rememorando la infancia triste de pobreza y soledad en los barrios de Andalién. Comprendí sobre la realidad de muchas familias para sobrevivir en una Ciudad en el Sur de Chile, que se prometía “de oportunidades”. Me habló de historias sórdidas, como aquellas de mujeres adultas, educadas y acomodadas, que le ofrecían la gloria con tal de pasar con él, el resto de las siguientes noches. Del consejo de su Padre biológico, en tomar la decisión de abandonar sus estudios y cuidar de su anciana profesora –autodenominada madrina- para cuando falleciera quedarce con sus propiedades, las que por su trabajo y sus años de enfermedad no resultaban ser muchas.
Mientras nuestra amiga Cony no lograba obtener de él la atención necesaria para robarle un beso, me habló de un amor de hace 3 años que había abandonado en Talca, con problemas avanzados de reumatismo. Se lo recordaba así mismo cada vez que se enfrentaba al temor de ser conquistado. Una historia nefasta de desenfreno, conflictos y vicios. A pesar de eso, su estampa era la de un joven quieto, asustadizo y de buen parecer. Muy trabajador, servicial, estudioso y con esa actitud de niño huérfano buscando por quien ser querido.
Nunca pude comprender como alguien podría desarrollarse rodeado de cargas emocionales fuertes, y coexistir con gente que en vez de brindarle apoyo, le ofrecían el camino propio de la desvirtuación. Aún así, mantenía el aprecio y el recuerdo por esas personas como parte de su cotidiano vivir. Me sentí perturbado muchas veces. Con su vida, con la mía, con las contradicciones de la existencia, con los ratos de lluvia y el transito fatal de las micros en Av. Arturo Prat, buscando la mejor manera de soslayar tanta soledad, en una vida cada vez más mínima.
La rutina de mi trabajo, el semestre final de los estudios de su primer año, el cambio de domicilio de su madre y la enfermedad terminal de su madrina, condicionó la continuidad de nuestros encuentros. Seguimos conversando muy de vez en cuando durante el transcurso de este año. Había vuelto a vivir con su familia dispersa. Su madre adquirió una casa a través de un subsidio en la comuna de San Pedro, y se decidió por estudiar Construcción Civil. Ya no volvía a sufrir de llantos nocturnos y trataba su bipolaridad con una psicóloga. Cony, despechada, decidió no volverlo a ver.
Ayer, después de varios meses me lo topé en el centro de Concepción. Me contó que se sentía feliz, que las cosas habían cambiado para mejor y que trabajaba de vez en cuando. Nos acordamos de algunos carretes, nos reímos de la Cony, de las charlas caminadas por Lenga y Parque Ecuador. Me invitó a tomar un Café en el "Latitud Sur" donde trabajaba una nueva amiga suya, la que presentó algo nervioso. Después se despidió sonriente, me dio un abrazo, pero mientras caminaba se detuvo mirando hacia mi dejando escapar una palabra, la que se aguantó decir durante todo el rato de conversación: Gracias.
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